Islas Lofoten




La primera vez que vi esta imagen fue en un cuadro-puzzle de una residencia en Aranjuez. Me quedé tan hechizado por esas montañas piramidales que caían al mar y el pintoresco pueblecito de pescadores a sus pies que movilicé a todo el personal y residentes para encontrar su ubicación en el mundo. ¿Dónde estaba aquel sitio tan increíble? Nadie me lo supo decir. ¿Cómo es que no lo conocía hasta entonces?. Investigué como pude, haciendo búsquedas imposibles por internet, mirando páginas y páginas de resultados hasta que apareció.


Reine, Moskenes. Islas Lofoten, Noruega

A las 6 de la mañana llegamos en el ferry desde Bodo, después de una semana recorriendo la ruta Kystriksveien. Cuatro horas de trayecto que nos han servido para cargar las baterías de las cámaras y echar una cabezada. Por fin estamos en las Islas Lofoten. Desconocidas para muchos, míticas para mí, anheladas desde hace años. Somos el último coche que desembarca en Moskenes, capital de la isla del mismo nombre, casi en la punta de este archipiélago formado por varias islas unidas por puentes y atravesadas por la carretera E-10 durante 166 km formidables.
Nos dirigimos hacia Ä, el pueblo con el nombre de pueblo más curioso del mundo, y que marca el final de la carretera. Hay un parking enorme acondicionado para caravanas y turismos, con servicios y tienda de souvenirs. Está rodeado de colinas verdes, así que cogemos sacos y tienda y subimos por un sendero hasta encontrar un llano donde acampar y dormir unas horas. El calor nos despierta poco después, pero estamos más descansados, dispuestos a empezar a recorrer las islas empezando por aquel paraje, así que nada más salir de la tienda avanzamos por el sendero y nos adentramos entre las montañas bordeando el lago. Precioso.
Una vez recogido todo paramos de nuevo en Moskenes para comprar un mapa y preguntar por algunas rutas. Nuestro primer destino será Reine, y la imagen de aquel puzzle que nos ha traído hasta aquí. Es tan bonito, tan irreal, tan paisaje de cuento que supera todas mis expectativas. Hay que subir y verlo desde arriba.
La ruta que sube al monte Reinebringen comienza justo después del túnel que atraviesa la montaña. Desde el principio la subida es bestial, sin tregua, a piñón hasta los 400 metros de desnivel, con una recompensa soberbia. No hay palabras, la cámara me arde en el bolsillo, las vistas desde allí superan incluso a la imagen original al nivel del mar. Los pináculos piramidales se extienden hasta donde alcanza la vista. La carretera serpentea entre diminutas aldeas de colores cruzando de una a otra isla a través de puentes. El mar se cuela una y otra vez entre las montañas, las aísla, las hace inaccesibles. Hay playas y calas, lagunas, hay prados verdes, picos nevados. Es, sin duda, uno de los paisajes más bonitos que veré en mi vida.


El camino continúa ascendiendo, pero se le ve tan aéreo y vertical que casi todos los que estaban allí decidieron no seguir adelante. Error garrafal, ya que se trata de uno de los tramos más espectaculares que recuerdo en una ruta. El sendero discurre por la arista de la montaña, con precipicios verticales de cientos de metros a ambos lados. Es una verdadera gozada, y la sensación de peligro que tenía en la lejanía disminuye cuando lo caminas, ya que hay un espacio de seguridad de al menos un metro.
La cosa se complica cuando se alcanza la siguiente cima, a unos 600 metros de altitud. Para continuar hay que destrepar siguiendo el sendero a un palmo del acantilado. Acojona bastante, y de los cuatro o cinco chicos que nos habían seguido no quedó ni uno a partir de ahí. El premio, una vez más, acorde con el sacrificio. Tras superar la siguiente llanura ascendente se llega al borde del precipicio por el otro lado, con vistas a absolutamente todo, 360 grados.
Estudiamos el mapa para intentar hacer la ruta circular enlazándola con otra cercana que bordea tres lagos hasta el refugio Munkebu, pero las murallas eran infranqueables. No había conexión posible, así que después de disfrutar en soledad de aquel paraje único emprendimos el regreso, y aquí fue donde comenzó nuestro calvario. Por no desandar el mismo camino buscamos una bajada alternativa que parecía accesible, y que pronto se convirtió en una selva de lechugas gigantes, rocas puntiagudas y barro deslizante, que la hacía impracticable y que nos hizo pasar un mal rato. Ya no podíamos volver atrás, y cuando por fin llegamos al lago y parecía que lo peor había pasado un nuevo descenso igual de complicado se abría ante nosotros hasta una cabañita que se antojaba cercana y accesible, pero que se convirtió en inalcanzable por la dificultad en el avance entre ramas y rocas. Cuando por fin completamos el segundo descenso había que llegar a la carretera bordeando el Djupfjorden, y aquí sí que por fin seguimos una senda marcada, tan estrecha y abandonada que apenas se podía avanzar por ella.
Agotados llegamos hasta Pocoyó, después de caminar por la carretera un par de kilómetros, maldiciendo la hora en que se nos ocurrió convertir aquella ruta lineal en circular.
Avanzamos por la E10 hasta encontrar un camping cerca de Ramberg, en un prado pegado a la playa. Era una paraje muy bonito. Nos duchamos pagando las 10 kr (1'5 euros) de rigor -como en todos los campings- por 5 minutos de agua caliente, y mientras nos hacíamos la cena en la caseta de la cocina lavamos la ropa aprovechando que había lavadora, también con monedas.



Soplaba un viento fuerte y frío procedente del mar, y el sol bajaba lentamente cerca ya de la línea del horizonte. El famoso sol de medianoche. No me pude resistir y, a pesar de la paliza de día que llevábamos encima, me fui a la playa a contemplarlo. Había más gente por allí, paseando envueltos en ropas de abrigo. Me pareció demasiado bonito como para irme a dormir, así que volví hasta Pocoyó a por mis guantes, gorro y chaqueta y regresé a la playa a recorrerla de lado a lado.



Bahía de Kvalvika

Muy cerca de allí comienza una ruta que se puede hacer circular, esta vez sin forzar, y que por un sendero fácil y de poco desnivel lleva en algo más de una hora hasta una magnífica playa rodeada de acantilados. En el prado que se extiende donde termina la arena había varias tiendas de campaña, lo cual me produjo cierta envidia. Todo un privilegio dormirse escuchando las olas y despertarse entre estas montañas guardianas de tan preciosa bahía.


El camino continúa hasta el valle siguiente, de gran parecido a las Cinco Lagunas de Gredos. La senda que bordea el último lago vuelve a ser un dolor de barro fangoso en algunos tramos, pero en tres horas se alcanza la carretera y toca volver por ella unos cuantos kilómetros hasta el parking. Cuando llevábamos menos de la mitad, una furgoneta se paró a nuestro lado y su sonriente conductora nos invitó a subir y nos acercó hasta Pocoyó. Dios se lo pague, porque faltaba un buen trecho.


Los pueblos de las Islas Lofoten

Habíamos visto Reine desde abajo y desde arriba, pero nos quedaba recorrerlo. Volvimos por la E-10 disfrutando una vez más de los paisajes de fiordos, lagos, prados y montañas que te acompañan adonde vayas. Muy cerca de Reine se encuentra Hamnoy, que llama la atención desde la carretera por estar rodeado de agua y montañas por todas partes. Tiene un puerto pequeño repleto de barcos y muchas cabañas rojas que parecen de pescadores pero que una vez que te acercas compruebas que en realidad son roubers para turistas, como complejos hoteleros, tan bien integrados que contribuyen al encanto del pueblecito.



En el puerto amarraban un barco pequeño que había sacado algunos turistas a pescar, y allí mismo les limpiaron el pescado que quedó listo para cocinarlo en la cena. En el hotel alquilan también botes de remos, bicis y kayaks -todo a precios noruegos- y que por la hora que era no nos dio tiempo a disfrutar pero hubiera sido genial remar fiordo adentro y sentirse hormiga en el agua entre esas moles montañosas.
Un poco después aparece Sakrisoy, diminuto y pintoresco, con casitas amarillas esta vez, y los bacalaos en sus secaderos de madera, una imagen que se repite en toda la región.
Y de nuevo en Reine, la joya de la corona, esta vez al atardecer. El pueblo se divide en varias partes separadas por el agua, algunas con casas blancas de los lugareños y otras con las ya conocidas cabañas rojas turísticas y más bacalaos colgando por todas partes. Una imagen vale más que mil palabras, pero la realidad vale más que mil imágenes, y ni nuestra mejor foto le hará justicia a este lugar.


Visitamos Ä, Tind y Sund, todos pequeños pueblos de pescadores con un toque turístico. Nos saltamos Ramberg y su masificado camping y esa noche dormimos en Flakstad, de nuevo un prado verde junto a una playa. Dado que la acampada es libre en toda Noruega optar por dormir en camping se debe exclusivamente a tener la opción de ducharse (no incluido en el precio), usar la cocina y disponer de enchufes para recargar baterías. Todos rondan los 25 euros por dos personas y un coche y son extremadamente básicos.


Nusfjord

Nubes de lluvia se acercaban desde el océano, pero al llegar a Nusfjord brillaba el sol. Esta aldea situada al fondo de un fiordo aparece marcada en todos los viajes organizados a las Lofoten. El camino hasta allí es un clásico paisajístico, y el pueblo está muy chulo, aunque sin el entorno sobrecogedor de la zona de Reine.
Hay dos posibles rutas a pie, una que sube al monte Mosestinden para una vista panorámica de la zona y otra que discurre paralela a la costa hasta Nesland, la aldea vecina. La nube que coronaba la cima de la montaña nos hizo decantarnos por la ruta costera, dos horas de ida y dos de vuelta por un camino en ocasiones tedioso y complicado. Lo mejor la última parte y la llegada a la pequeña aldea, con una playita en la que descansamos y comimos calentados por el sol, con una sensación máxima de feliz tranquilidad.


De vuelta en Nusfjord, una alemana nos pidió que la llevásemos hasta la carretera principal, pero estábamos muy agradecidos a los dos vehículos que nos recogieron tanto en Leka como en Kvalvika, así que la llevamos hasta su camping. Nos invitó a un café y estuvimos compartiendo las experiencias de nuestros respectivos viajes, ella iba de norte a sur y nosotros al revés, por lo que cada cual le contó al otro lo que le quedaba por ver y hacer. Una mujer encantadora que viajaba sola en trenes, autobuses y ferries.
Desde allí partimos en busca de ubicación para nuestra tiendita, visitamos nuevos pueblos y terminamos cogiendo la carretera hacia Eggun, una maravilla al atardecer. Tras atravesar un túnel apareció una playa espléndida donde se podía acampar previo pago metiendo el dinero en una caja al lado de la alambrada. Qué graciosos estos noruegos, ese sistema en España no dura ni una tarde. No hay puerta, solo la caja y un cartel tamaño folio con el precio. Tambien lo vimos en algún parking, no sé si alguien pondrá la pasta o no, pero eso no era un camping ni nada que se le parezca, solo una explanada de hierba donde dejar el coche y plantar la tienda.
Por la mañana se nos acercó el tío de la plaza de al lado, atraído por la bandera italiana de nuestro coche, pensando que veníamos motorizados desde Italia. Más flipado todavía se quedó al decirle que éramos españoles, perplejo incluso, se ve que llegamos cuatro hispánicos hasta allí arriba, al territorio del frío y los precios para sueldos europeos. Él era alemán, claro, otro más, y venía desde Hamburgo en su propio coche-cama. También nos contó que se bañaba en el mar todas las mañanas -hoy ya lo había hecho- aunque ya me hubiera gustado verle salir del agua con la rasca que hacía.


Svolvaer

De camino a la capital de las Lofoten paramos en Henningsvaer, otro pueblo de casitas de colores, puerto y montañas cayendo al mar. La carretera hasta aquí es especialmente bonita, con los paisajes de siempre añadiendo unas playas de aguas turquesas más propias del Caribe que de tierras polares.
Con Pocoyó demandando comida a gritos llegamos a la única población con gasolinera en muchos kilómetros, Svolvaer, que cuenta además con todo tipo de servicios. Desde aquí salen los barcos para recorrer el fiordo Trollfjord, hay empresas de aventura, hoteles, restaurantes, y una oficina de información excelente.
Nos interesaba especialmente la ruta a la famosa cabra de Svolvaer, una enorme roca alargada que termina en dos cuernos y que cada día escalan docenas de personas y culminan su aventura saltando de un cuerno a otro con el estómago en la garganta por los cientos de metros de caída que hay desde allí.
Nuestra condición de pobres nos llevó a realizar la alternativa de ascender a la cima de aquella montaña que domina toda la población y sus alrededores.
Pero antes fuimos a comer sentados en la arena de la playa, a las afueras de la ciudad, un delicioso arroz con atún y jamón especialidad de la casa, que por repetido no deja de sabernos delicioso y más en un escenario como aquel. No teníamos prisa, ya que la idea era subir por la tarde para acampar en la cima y disfrutar del privilegio de una casa en la montaña con vistas al mar, al menos por un día.
La ascensión es del estilo de la del monte de Reine, comienza sin tregua hacia arriba, en vertical. Pegaba el sol y a los pocos minutos habíamos roto a sudar. Las simpáticas moscas de mis amores ya me estaban acosando, y tuve que recurrir de nuevo a la técnica del fular a modo de rabo de vaca para espantarlas.
Según ganábamos altura las vistas eran cada vez mejores y la perspectiva de los escaladores en la cabra más cercana. Poco a poco les fuimos dejando debajo de nosotros mientras seguíamos hacia arriba, alcanzando la arista de la montaña y gozando otra vez de vistas panorámicas en todas direcciones. Cordilleras nevadas, lagos, ríos, fiordos... y Svolvaer a vista de pájaro. Vaya sitio.


Una vez en la cima nos pasamos un buen rato observando a los intrépidos saltadores de cuerno a cuerno, y empezamos a buscar algún llano donde acampar. Imposible, no había ni dos metros seguidos planos, ni un solo "flat" en las alturas. Descendimos medio camino hasta el único trozo de suelo útil que habíamos fichado a la ida, y plantamos nuestra tiendita y cenamos en nuestra terraza con aquellas vistas tan magníficas.



Avistamiento de ballenas


Llevábamos ya dos noches y tres días sin pasar por un camping y la tienda por la mañana olía a establo. Buena señal, olor a monte, a natutaleza. Y luego me extraño de que las moscas me adoren.
Empezaba a llover así que cancelamos los planes de kayak y nos lanzamos hacias las vecinas islas Vesteralen, desde donde salen las excursiones para ver las ballenas. Los barcos siempre van a la misma zona, un abismo en el mar donde suelen estar los cetáceos por ser un lugar idóneo para alimentarse. Hay dos posibilidades:
  1. Sto, más cerca por carretera, más lejos por mar y algo más caro. 6 horas de excursión en barco con parada en unas islas cercanas donde habitan focas y puffins, además de otras muchas aves.
  2. Andenes, 100 km más al norte, 4 horas de barco y solo ballenas, nada de extras.
Decidimos ir a Sto por la proximidad y porque había plaza en el barco ballenero para el día siguiente por la mañana. De camino pasamos por Trollfjord, un fiordo espectacular a pesar de las nubes y la lluvia intermitente, muy estrecho, como un pasillo de agua entre cordilleras. Vimos algunas postales con sol y a vista de pájaro y realmente no te crees que hayas estado en un sitio como ese.


Volvimos a la E-10, repleta de túneles en esta zona, cada cual más largo y estrecho y por fin salimos de nuevo a la luz en un paisaje que no te cansas de ver, aunque lleves ya doce días entre agua, verde y montañas brutales. Sortland tiene, además, extensiones de agua interminables, picos alpinos nevados al fondo y un puente larguísimo hasta llegar a la ciudad. Ese día estábamos muy cansados y había mucha carretera por delante, pero decidimos investigar un poco más aquella carretera a la vuelta. Error, ya que al día siguiente el día salió aún más gris y lluvioso y no se veía nada.
Sto es un pueblo mínimo con 200 habitantes exclusivamente dedicados al turismo. El camping era, sin duda, el más cutre de los que habíamos utilizado, y también el más caro. Ironías. Por la noche llovía y yo pensaba que si amanecía lloviendo se suspendería la excursión, pero nada de eso. De hecho nos contaron que las condiciones eran excelentes, la lluvia no afecta para nada, solo la visibilidad y el viento, y la previsión era buena. Yo estaba decidido a quedarme en tierra, pero entre el tío que nos explicó todo esto y la ilusión que le hacía a Ruth terminé drogándome contra el mareo y enfundado en chubasquero, gorro, guantes y pantalón impermeable. Te garantizan avistamiento de ballenas al 90 por ciento, y en caso de no verlas puedes volver otro día o te devuelven la mitad de los 120 eurazos por persona que pagas por barba.
Eran las 9 de la mañana, y no paró de llover ni un solo minuto hasta las 3 de la tarde que regresamos, ni tampoco después.
En veinte minutos estábamos en las islas de los puffins y las focas, un poco más tímidas por la ausencia de sol, pero vimos unas cuantas cabecitas asomando entre las olas. Puffins hay a cientos, y aves de todos los tipos y colores.
Desde ahí hora y media en cubierta, en el centro físico del barco para controlar el mareo, calados y congelados. Cuando se llega al abismo donde están las ballenas hay que esperar a que salgan a la superficie, y entonces el barco se queda quieto meneándose como el del parque de atracciones, y crees que si la ballena no sale pronto lo que va a salir son tus tripas por la boca. Yo solo pensaba en que quedaban unas cuatro horas para volver a tierra. Era hombre muerto.
Por fin los micrófonos acuáticos del barco detectan al bicho y le perseguimos hasta que sale. Es un cachalote, gris, inmenso, a pesar de estar a unos 50 metros de distancia se le ve enorme. Se mantiene unos cinco minutos respirando y luego llega el momento mágico de la inmersión, cuando se coloca perpendicular al agua y se sumerge con la soberbia cola despidiéndose.


Yo hubiera pagado más por largarnos en ese momento, pero nos quedamos a esperar a otra ballenita. Meneo, balanceo, muerte. Arriba, abajo,arriba, abajo. Estaba tan concentrado en la línea del horizonte que no me enteré de que la gente echaba la papilla por la borda, me lo contaron después. Al final salió otro cachalote, igual que el anterior. No le pude hacer ni una foto, hubiera sido un riesgo empapar la cámara, pero de todas formas no la hubiera podido sacar del bolsillo con las manos congeladas. Colita al agua, momentazo memorable. Vámonos, por favor. El barco se pone a toda máquina y decido meterme dentro para dejar de tiritar, y que sea lo Dios quiera. Allí estaba todo el mundo hecho polvo, con las caras verdes, descompuestas, tirados en los asientos. Me quité toda la ropa mojada y me dejé caer en la butaca con los ojos cerrados, soñando con tierra firme. Por suerte me quedé dormido y desperté cuando llegamos a Sto.


Viaje de vuelta


No volvimos a ver el sol en los cuatro días que nos quedaban por delante. La lluvia y el frío fueron compañeros inseparables durante los 1000 km de bajada hasta Trondheim. Esa noche dormimos en el coche por no poner la tienda bajo la lluvia. 
Bajamos por la E-6, muy buena carretera con excelentes paisajes, tranquilamente, parando en cascadas, bosques, algún pueblo, y en la línea del círculo polar ártico. A mí personalmente me sobraron esos últimos días, había sido un gran viaje, ya estaba todo visto y hecho y estos días extras de mal tiempo estuvieron de más. La previsión meteorológica daba así toda la siguiente semana. La verdad es que mirando atrás tuvimos mucha suerte, pasamos siete días seguidos de buen tiempo, justo los días centrales del viaje, con la primera parte de las Lofoten incluída.
El último día paseamos por Trondheim, y fue divertido andar por una ciudad grande después de tanta naturaleza.



Carretera y naturaleza han sido los grandes protagonistas de nuestra aventura. Un viaje de 3000 kilómetros para poder contemplar las maravillas naturales que ofrece el norte de Noruega.