Kystriksveien, Noruega

Carretera panorámica E-17


Preparando el viaje a las Islas Lofoten me encontré con la promoción de una carretera panorámica descrita en la web de turismo de Noruega como la más bella del país y una de las más bellas del mundo. Es su web y está claro que exageran, pero me llamó la atención, así que empecé a investigar. La localización era perfecta, comienza en Steinkjer, en el centro del país, y serpentea por la costa hacia el norte hasta Bodo. Ideal para nuestros intereses, ya que es precisamente en Bodo donde se coge el ferry hacia las Lofoten. Son unos 600 km de carretera secundaria a través de paisajes espectaculares, especialmente en la última parte, con numerosas tentaciones de desvíos hacia las infinitas islas que la acompañan a pocos kilómetros de la costa, cada una con un atractivo distinto como Leka y sus formaciones geológicas, la reserva natural de Vega o las colonias de puffins en Lovund.


Escala en Copenhague


El habitual trajín de los vuelos. Busca y rebusca hasta cuadrar las conexiones, los precios y los horarios. Ryanair vuela barato a Oslo, pero es Ryanair, seguramente la peor compañía aérea de la historia, que equilibra sus precios tramposos con aeropuertos alejados del destino, horarios infames, cuotas extras por todo y vuelos amenizados con varias horas de bingo por megafonía. Una maravilla.
Si el precio pesa más que todo lo demás hay que saber que aterriza en el aeropuerto sur de Oslo, a unos 100 km del aeropuerto norte que es el que opera los vuelos domésticos. Nuestro destino inicial era Trondheim, y no había forma de encajar el vuelo desde Madrid en un mismo día, así que pasamos de Ryanair y volamos a Copenhague el 2 de julio y al día siguiente Copenhague-Trondheim con SAS.
Hacer un día de escala urbana es una práctica que venimos haciendo desde Patagonia en 2011 y la verdad es que se convierte en una jornada excelente de turismo por una ciudad que a lo mejor nunca habríamos visitado de otra forma. Así hemos estado en el centro de Lima, el Duomo de Milán y ahora bicicleteando por Copenhague.
A mí personalmente me enamoró, una ciudad tranquila pero con vida, y un paraíso para los ciclistas. Totalmente plana, el carril bici está extendido por toda la ciudad, hay más ciclistas que conductores y el respeto por el mundo de dos ruedas es absoluto.
Alquilamos las nuestras pagando con tarjeta, bendita sea. Dinamarca no es zona euro y no llevábamos nada de cash, pero tampoco nos hizo falta, hasta compramos un candado de 2 euros con la visa. Eso sí, a la vuelta comisión al canto por cambio de divisa en cada operación.

Mapa en mano nos pusimos a pedalear primero sin rumbo y después orientando nuestras pedaladas a las zonas destacadas. Empezamos con la sirenita, un fraude absoluto, pero en un entorno bastante chulo, y desde allí a la zona de Nyvahn con sus barquitos y sus restaurantes y al barrio hippie de Cristiania. Aquí también pagamos con tarjeta un par de cervezas y un café.
Por la tarde cruzamos varias veces los canales, llegamos al parque del zoo y cuando quisimos darnos cuenta estábamos en la otra punta de la ciudad y nos quedaba media hora para devolver las bicicletas. Mientras mirábamos el mapa en un cruce, un danés se paró a nuestro lado y sin desmontar nos preguntó: "Do you need some help?". El tío nos indicó en el mapa y después nos dijo que le siguiéramos, que nos llevaba hasta el desvío. Ya me había pasado algo parecido en Islandia con un austríaco que nos arregló el coche por puro altruismo, pero me sorprendió muchísimo, será la falta de costumbre.
Recorrimos Copenhague de punta a punta en 20 minutos, y después nos fuimos de paseo a pie por algunos parques, donde participamos en un programa de la televisión danesa, y también por el centro, donde grupos de docenas de chinos perseguían un paraguas violeta o amarillo, o se montaban en una barcaza para recorrer los canales.
Bastante cansados llegamos a nuestro albergue con la sensación de haber pasado un día magnífico en Copenhague.


La política de alquiler de coches en Noruega


Como nuestro viaje iba a ser de un par de semanas decidimos dedicarle la primera a la carretera E-17, subiendo tranquilamente por la costa camino de las Islas Lofoten.

Llevábamos la reserva hecha desde España con Auto Europe. Un capítulo delicado y que dio más quebraderos de cabeza de lo normal, ya que nos cobraban 800 euros extras por devolver el coche en un punto distinto al de recogida. Un disparate, puesto que el precio total fueron 660 euros más extras (peajes, telepeajes, peajes automáticos, etc). Probé con muchas compañías pero en todas era igual, así que no nos quedó más remedio que subir y bajar media Noruega por carreteras secundarias, y zamparnos 1000 km de vuelta para regresar a Trondheim a devolver el coche. Menos mal que allí cualquier carretera discurre por parajes espectaculares.
En estas circunstancias era premisa impepinable el kilometraje ilimitado, y así estaba contratado, cuando la amable rubia del mostrador del aeropuerto nos dice que tenemos un límite de 200 km al día, es decir, un total de 3000. Son muchos, pero me jode tener que ir rascando kilómetros para no pasarte, porque los muy listos te los cobran a 50 céntimos el km. Así que llamamos ipso facto a Auto Europe y nos dicen que como ha sido culpa suya que hagamos lo que necesitemos y les mandemos la factura. Tan solo nos pasamos 25 km, pero aun así los reclamamos y nos devolvieron nuestros eurillos en menos de tres días. Chapó.


Rumbo al norte


Ya teníamos nuestro Pocoyó, un Fiat 500 con aspecto de escarabajo y con techo solar, ¡toma ya!, coche de tía total. Y en negro, para que se le noten más los raspones. La verdad es que iba de lujo y no nos dio ningún problema, no como nosotros a él, que acabamos tiñéndolo de té y tinta roja.
Nuestras primeras horas en Noruega las pasamos conduciendo, ansiosos por llegar a alguna súper cascada, una montaña que surge del mar, una manada de renos, pero el principio de esta ruta es lo más soso, entendiendo por soso agua y verde por todas partes. Cualquier carretera de medio pelo sería panorámica en España, pero una vez completada la ruta Kystriksveien hay que concluir que la primera parte es la menos vistosa.
Así que carretera y manta, conseguimos algunos folletos y un librito gratuito de la E-17 en una oficina de turismo y fuimos marcando los puntos destacados y configurando las posibles etapas.

También nos dieron los horarios de los ferrys, ya que el camino se ve interrumpido hasta en seis ocasiones por los fiordos, y hay que embarcar el coche para llegar al otro lado y continuar sobre cuatro ruedas.
El proceso es muy sencillo: como si de un peaje se tratara te paras en la cola del ferry y un señor viene y te cobra el billete. Según la distancia a cubrir fluctúa entre los 12 y los 30 euros por dos personas y un turismo. Entonces llega el barco, metes el coche, te vas al salón y miras como los noruegos, suecos, alemanes y chinos se ponen ciegos de perritos y hamburguesas mientras tú sacas tus panchitos y tu cantimplora de agua del grifo. Para hacerse una idea: un perrito en el ferry, 12 euros; una hamburguesa, 15 euros; todo en Noruega cuesta el doble de lo que pagamos en España, así que una hora de parquímetro te sale a 5 eurazos y media pinta de cerveza se te atraganta por 8 pavos. Luego van los tíos a Mallorca y se las piden de tres en tres.
La solución para olvidar el estómago es salir a cubierta, si el tiempo lo permite, claro. Los paisajes desde el barco son increíbles, sobre todo en los interminables atardeceres con sol, cuando todo se tiñe de naranja. Por estas latitudes tan septentrionales la noche no regresa hasta el mes de agosto, hay luz infinita si las nubes no se empeñan en sabotearla, y los atardeceres duran varias horas, haciendo brillar los colores en todo su esplendor.


Leka


Según nuestro librito-guía las islas Leka son únicas en Noruega por sus formaciones geológicas, compuestas por materiales inéditos en el resto de Noruega. Sea como fuere el desvío nos pillaba después de muchas horas conduciendo, y ya teníamos ganas de coger un ferry. Cuando llegamos a la cola no había ni pelusas. La caseta estaba cerrada, sin información de los horarios, y solo un par de caravanas aparcadas por allí parecían revelar que podía llegar algún barco en algún momento.
Decidimos cenar en unas mesitas al aire libre mientras esperábamos iluminación divina cuando surgió la bestia atravesando las aguas. Embarcamos cuatro gatos y en 15 minutos nos dejó en la isla principal sin apenas menearse, nos bajamos y dirigimos a Pocoyó al camping más cercano y allí plantamos nuestra tiendita entre prados segados y un penetrante olor a purín, que es como un abono a lo bestia, por lo apestoso. Encantados y con las súper energías del primer día en seguida estábamos rodando otra vez por la isla, investigando un sendero que llegaba a unas cuevas profundas y admirando los colores del atardecer sobre las montañas rocosas, la costa pedregosa y el continente en el horizonte cercano.

El día siguiente amaneció totalmente despejado y caluroso, así que ¡hala!, ruta en pantalón corto y camiseta. Subida por un sendero regulero y mis amigas las moscas que empezaban a orbitarme en nuestra eterna relación de amor incondicional. Bufanda en mano como el rabo de una vaca, bandazo a izquierda, bandazo a derecha. Así llegamos a la cima, con unas vistas formidables y varias lagunas consecutivas. Los palos que marcaban el camino se amontonaron de repente bajo unas rocas y el camino se convirtió en el que tu quisieras hacer, bajando atajabancal las laderas entre la vegetación y maldiciendo al mamonazo que dejó de marcar el sendero. Llegamos a un gran lago donde encontramos presencia humana por vez primera en la excursión y poco después reapareció la senda que nos llevó hasta la carretera, pero estábamos muy lejos del comienzo, y nos tocaba patear asfalto hasta Pocoyó.
El cielo empezó a encapotarse y en un minuto estaba lloviendo a mares. Aquel camino pasaba por una granja y justo entonces un chico arrancaba su coche, así que corrimos hacia él y nos dejó subir con una sonrisa y un "of course", pero tenía que coger el ferry y nuestro bólido estaba más lejos de lo previsto. Nos dejó en un cruce y bajo los árboles esperamos al siguiente coche, que no tardó en llegar, nos recogió sin pensarlo e incluso nos felicitó por el reciente triunfo de la selección española en la Eurocopa.


Torghatten

Desde Brønnøysund sale una carretera muy bonita que llega hasta una curiosa mole de piedra con un agujero gigantesco en medio. La vista que aparece en todas las postales solo puede lograrse desde el mar, pero la excursión es bastante chula y bastante sencilla. En veinte minutos se asciende por un sendero hasta el agujerazo, lo atraviesas alucinando por sus proporciones y decides si quieres hacer caso omiso del cartel de desprendimientos y hacer la ruta circular o desandar el camino hasta el parking. Nosotros bajamos sin problema por el otro lado y desde allí se llega al camping de la zona, muy cerca del aparcamiento.


Las Seven Sisters


Ya eran cerca de las 8 de la tarde cuando salimos de allí, pero aún así nos dio tiempo a coger dos ferries más de la E-17, perfectamente sincronizados en horario con sus 25 km de separación por carretera. Buen tiempo, cielo despejado y un atardecer precioso desde el barco, admirando el paisaje de islas y montañas, especialmente el imponente macizo de las Seven Sisters en el horizonte. Son como los Siete Picos pero rodeados de agua, una cordillera con una silueta muy reconocible que no hay que confundir con las cascadas del mismo nombre que hay en el sur de Noruega.
Aunque en la guía ponía que no había campings en las inmediaciones encontramos uno a escasos kilómetros del ferry, en un paraje excepcional y plagado a esas horas de ruspicious mosquitoes.


El sol en Noruega se deja ver poco y calienta aún menos, pero como en julio no se hace de noche, a las 3 de la mañana es totalmente de día y como le de por salir un día bueno te puedes encontrar con 20 grados de madrugada. Y así amaneció este 5 de julio de 2012, por lo que salí sudando del saco y me acomodé en un banquito de madera del camping a leer con el sol en la espalda, en pantalón corto y camiseta y, alabado sea el Señor, sin mosquitos jodiendo el momento.
El día pintaba bien, y mejor se puso al tomar la carretera y toparnos de lleno con un alce. Los gritos de alegría de Ruth y el derrape de Pocoyó resonaron por toda la zona, y al gigantesco alce original se sumaron otros dos un poco más lejos, con sus enormes cabezotas adornadas por esos cuernos tan graciosos y su ejército de moscas particular. Pobres. Fue la primera y única vez que los vimos, a pesar de que todas las carreteras están plagadas de señales de "peligro alce", pero parece ser que hay escasa población de estos bichos tan majetes y los que hay se dejan ver muy poco.
Con la moral por las nubes llegamos a Sandnessjøen. Nos habían recomendado bicicletear por Donna y Heroy, unas islas cercanas unidas por puentes. En la oficina de turismo alquilan las bicis a cambio de un riñón, pero a pesar del precio están muy demandadas, así que tuvimos que reservarlas para el día siguiente, y decidimos dedicar este día tan primaveral al kayak y las Seven Sisters. El kayak tardó una llamada de teléfono en salir de los planes, cuando nos dijeron el precio: 900 kr, que vienen a ser 130 euros por persona por cuatro horas de kayak con guía. ¡Qué esperábamos! Ya sólo quedaban las montañas y su recompensa de vistas excepcionales desde sus cimas. Comenzamos la ascensión a la más "scary", por un tortuoso camino enfangado y plagado de moscas y mosquitos. Media vuelta después del primer kilómetro con las botas anegadas de barro, la moral por los suelos con todos los planes cancelados y todo un día primaveral por delante. Tirando de mapa encontramos una carretera que se sale de la E-17 adentrándose por un fiordo hasta Mosjoen, así que fuimos para allá recorriendo tranquilamente un paisaje impresionante, con la carretera colgada en ocasiones entre el agua (de mar) y las montañas nevadas.
A la vuelta pasamos por una casa vikinga con un milenio de antigüedad, y nos instalamos en un camping cercano a la ciudad. Su veterano regente balbuceaba el castellano ya que su mujer era cubana, y cuando nos instalamos apareció en su coche para presentárnosla, una jovencísima mulata a la que había conocido en un viaje a Cuba. Estuvimos de cháchara con ellos un buen rato hasta que el hombre nos llevó a ver las ballenas desde la costa, pero no hubo suerte en esta ocasión y además empezaba a llover, así que nos fuimos a dormir que mañana había que pedalear.


Donna y Heroy

Amaneció lloviendo y las Seven Sisters habían desaparecido bajo las nubes. La taza de té se derramó en el coche tiñendo de marrón la parte derecha de la tapicería de Pocoyó. Las señales lo ponían fácil, pero cuando llegamos a la oficina de turismo había dejado de llover y el chico miró el pronóstico y nos animó a seguir adelante. Bicis al ferry, media hora sobre el agua y llegada a Donna, lloviendo de nuevo, esta vez con más fuerza.
Esperamos un rato bajo el porche de una cafetería y a la media hora decidimos salir, enfundados en todo lo impermeable que teníamos. Cuando llueve tanto da igual que te forres de plástico, te vas a calar. Yo la verdad es que estaba disfrutando como un cochino en un charco, sobre todo en las cuestas abajo con la lluvia y el viento azotándome en la cara, pero Ruth las estaba pasando canutas. Llevaba un pantalón corto de algodón -¿¡!?- que se le caló en medio minuto y le dolían las piernas del frío. Se le veía en la cara que no compartía mi entusiasmo, pero aún así decidió continuar hasta llegar al menos a los puentes que unen las islas. El paisaje con algo de sol y visibilidad puede que esté bien, pero estoy seguro que la popularidad de esta excursión está exagerada. Se trata de pedalear por carretera pegándote al arcén cuando pasan camiones y caravanas, y no me pareció que el entorno tuvise nada de particular respecto a lo que veníamos viendo estos días atrás. Prescindible, a mi modo de ver.
El caso es que cuando volvimos al porche de la cafetería unas tres horas después yo era una sopa, pero Ruth era la viva imagen de la agonía. Se compró algo de ropa seca en el súper y después de un par de tés calentitos empezó a sonreir de nuevo.
Nos subimos al ferry, devolvimos las bicis y recogimos a Pocoyó que se convirtió en el secadero móvil, con la calefacción a tope dirigida a los pies para intentar llegar con las botas medio utilizables a Lovund, esa misma tarde.


Lovund

Desde la carretera se divisaba en lontananza una misteriosa isla cónica con una nube permanente en su cima. Era muy llamativa y desde el principio decidimos que esa iba a ser Lovund, nuestro siguiente destino elegido por ser el hogar de miles de puffins en verano. Es una isla muy pequeña, así que dejamos el coche en el aparcamiento del ferry y nos calzamos la mochila grande con sacos y tienda para pasar la noche a la intemperie, allá donde terminásemos el día.
Dos horas y media de barco con varias paradas intermedias. Aunque las vistas de las islas vecinas invitaban a salir a cubierta, el viaje en el exterior ya no era tan agradable, el aire de alta mar te helaba la cara y las manos y poco a poco todo el mundo fue ocupando un asiento en el salón.
Eran cerca de las 10 de la noche cuando desembarcamos en la isla de los puffins, y en seguida fuimos en su busca a uno de los puntos de observación en la montaña. El sol le estaba ganando terreno a las nubes y el naranja empezaba a colorear de nuevo el paisaje en las horas más bonitas del día. Miles de frailecillos volaban como locos en todas direcciones, perfectamente reconocibles con sus picos rojos y su característica torpeza de vuelo. Los nidos quedan muy lejos de ese punto, por lo que no se pueden ver de cerca, así que continuamos por otro desvío del camino, esta vez solos, hacia la punta oeste de la isla. Una ascensión que iba regalando la panorámica del pueblo rodeado de islotes, la magnífica silueta de la isla Traena a lo lejos y una preciosa y eterna puesta de sol.

Nos sentamos en la hierba a disfrutar de aquel lugar a medianoche. Por fin estábamos frente a una imagen de las que nos había traído a esta parte del mundo. Podíamos dormir allí mismo, en nuestra tiendita, en aquella colina con vistas espectaculares, pero la lluvia de todo el día había empapado el terreno y el viento era muy fuerte en las alturas. En Noruega la acampada es libre en cualquier sitio, siempre que no se invada una propiedad privada y que te instales a más de 150 metros de la vivienda más próxima. Bajamos al nivel del mar, cerca de una cala, y allí dormimos unas pocas horas, pues el ferry salía a las 6.45 y al ser fin de semana ya no había otro hasta por la tarde.


Glaciar Svartisen


Allí estaba el fiel Pocoyó esperándonos, presto a continuar devorando kilómetros noruegos, muy cerca ya de la línea del círculo polar ártico, a partir de la cual hay 24 horas de luz al menos un día del año. En seguida llegamos a la cola de otro ferry, el penúltimo de la E17, y entrábamos en la parte más espectacular de la ruta con un tiempo excelente. Tuvimos que esperar un segundo turno porque el barco se llenó con tanta caravana y tanta moto, así que paciencia, y espera amenizada con un poco de comida y de e-book. Fue un trayecto de una hora en la que no quedaba más remedio que estar fuera a pesar del frío, y no por falta de sitio dentro, sino por el espectáculo de la naturaleza. El glaciar Svartisen aparecía tras una cordillera de picos nevados al fondo de un fiordo.
Cruzábamos por mar al círculo polar y al llegar al destino salida por orden, como en todos los ferries: primero motos, luego coches, luego caravanas, luego camiones. Muy listos, así no se colapsa el siguiente tramo de carretera, tramo impresionante entre montañas y fiordos.

Tomamos el último ferry de la E17, de 10 minutos escasos, y admirados por la belleza del camino con la lengua del Svartisen siempre a la derecha llegamos a Holand, una parada obligatoria para visitar el glaciar. Desde allí una barca te deja al otro lado del fiordo y después se pueden recorrer los 6 km caminando o en bici por una pista forestal excelente para las dos ruedas. Una mole flotante de siete pisos lanzaba botes al agua para trasladar a sus clientes a tierra firme donde les recogía un autocar para llevarles a pie de glaciar. Nosotros nos pateamos la pista y al llegar al lago nos metimos por los senderos que lo rodean. Desde el restaurante del lago el panorama es lo mejor que habíamos visto hasta ese momento en el viaje.
 Cuando se termina el camino empieza la selección natural entre kumbayas y aventureros, y muy pocos se adentran en las rocas para ir ascendiendo hasta el hielo. Todo este tramo discurre por la base sobre la que estaba la lengua glaciar, ahora tan en retroceso que ha perdido un tercio de su extensión. La llegada es apabullante. Un edificio de hielo, un muro de 15 metros de altura que se desploma sobre la roca entre miles de reflejos azules.

Y lo mejor de todo, la entrada a una pequeña cueva helada, de difícil acceso por lo resbaladizo del terreno, y en cuyo interior te sientes como penetrando sin permiso en las entrañas de la bestia. Un momento increíble, dentro de un glaciar, tocándolo, sintiendo el frío, escuchándolo gotear. Decenas de fotos que no le harán justicia porque sólo transmiten lo que veían nuestros ojos, pero estar allí dentro fueron muchas más sensaciones muy intensas.
Vuelta en la barca y nos lanzamos a la búsqueda del camping de hoy, que se hace esperar porque la carretera transcurre sin descando entre altísimas montañas que caen directamente al fiordo. Aprovechamos el paso por un supermercado Rema-1000 para abastecernos de víveres esenciales, y una vez más nuestra tarjeta de crédito sufre un bajón de 40 euros por dos plátanos, dos peras, unas latas de atún, un trozo de salmón, un par de barras de pan y unas galletas.
Por fin encontramos un camping con sus cabañitas rojas de siempre y sus habituales caravanas. Tiendas hay menos, y es que ya estamos bastante arriba y el frío se nota. Rodeados de mosquitos nos cocinamos un arroz en una mesa al aire libre, enfundados en guantes, gorro y forro polar.
Ha sido un día excelente.


Saltstraumen

Estamos a 100 km de Bodo, lugar de partida de los ferries hacia las Islas Lofoten. El primero sale a las 11 de la mañana, así que calma que a ese no llegamos. De camino están los famosos remolinos Saltstraumen, los más fuertes del mundo, generados por el choque de las mareas de dos fiordos, uno entrante y otro saliente. Pillan justo de paso pero cuando llegamos allí la tabla de las mareas nos dice que quedan más de tres horas para la bajamar, momento donde mejor se aprecian, así que continuamos hacia Bodo.
Al llegar a la cola del ferry hay cuatro líneas de espera para vehículos y están ocupadas tres, y eso que quedan varias horas para embarcar. Le preguntamos a una chica en una ventanilla y nos dice que no entramos en el siguiente ni de coña, porque hay muchas reservas, y tienen preferencia.
Son las 12, en el ferry de las 3 no entramos, el siguiente es a las 7. Muchas horas desaprovechadas en un día tan soleado. Nos largamos.
Vamos a la oficina de información de Bodo a conectarnos a Internet a ver si podemos reservar el barco de las 7 de la tarde, pero está todo lleno y solo queda hueco para el de las 2 de la madrugada. Tampoco podemos reservar éste porque a la máquina no le gusta nuestra tarjeta de crédito, así que nos damos una vuelta rápida por Bodo, que no merece más, damos de beber a Pocoyó y vuelta 30 km atrás a los remolinos.
Desde el puente que cruza el fiordo se ve genial el efecto del choque de las aguas y las espirales salvajes que se forman. Aún así hay mucha más gente en las rocas de abajo, cerca del agua, y hasta allí bajamos después para verlo de cerca. Te quedas embobado viendo cómo entran las corrientes de ambos lados y al cruzarse comienzan a girar y a formar un agujero en el agua que se retroalimenta y se lo traga todo hasta quedar de nuevo en calma. En las mareas más fuertes del año llegan a crearse cascadas de hasta cinco metros.



Son las 4 de la tarde. Plan B. Volvemos a la cola del ferry y si podemos entrar en el de las 7 nos quedamos, si no nos vamos a Kjerringoy, una península cercana que nos han aconsejado en la oficina de turismo.
Las líneas del ferry siguen a rebosar, nos dicen que si nos quedamos entramos seguro en el de las 2 de la mañana, pero quedan muchas horas y sigue luciendo el sol. Nos largamos.


Kjerringoy


Por segunda vez salimos de Bodo por carretera en lugar de por mar y con un destino distinto a las Lofoten. Después de 40 km de carretera hay que coger un ferry, el enésimo ya, para un trayecto mínimo. Una vez al otro lado comienzan las calitas solitarias, una detrás de otra, inéditas hasta el momento. Precioso camino que llega hasta el pueblo principal, el propio Kjerringoy, donde destaca una reproducción exacta de cómo era la vida por estos parajes hace siglos. De hecho se trata de las propias casas, graneros y negocios de otras épocas, conservadas intactas. Era domingo y estaban cerradas, pero el paseo por el exterior fue genial, disfrutado en soledad, no había nadie más por allí.
Un sendero nos condujo hacia el pueblo, un conjunto de cabañitas de veraneo con un puerto deportivo. Máximo relax, la verdad es que daban ganas de quedarse en una de esas "rorbuer" con su terracita al sol y la tranquilidad absoluta que allí se respira. El entorno era increíble, agua y montañitas por todos lados, una verdadera prueba de resistencia para la batería de la cámara. Esta península es famosa en Noruega porque aquí se ruedan muchas películas.


Con el atardecer deshicimos la carretera de la península, el trayecto de ferry y los 40 km hasta Bodo para probar por última vez en la línea del ferry. En esta ocasión estábamos en tercera fila, con un poco de suerte entrábamos a las 2 de la madrugada. Hacía mucho frío, pero el hall de la zona de tiendas y cafetería estaba abierto y calentito, y allí cenamos mientras esperábamos las cuatro horitas que nos quedaban por delante. Cuando estábamos medio dormidos dentro de Pocoyó apareció el cobrador a tres coches de nosotros. Si nos cobraba ya estaba hecho, entrábamos. 750 kr, unos 100 euros por dos personas y un turismo, pero pasamos, por los pelos, de hecho fuimos el último coche, pegadito a la puerta de atrás del garaje del ferry.
Ya estábamos de camino, en cuatro horas llegaríamos a las Islas Lofoten.